24 may 2020

El ritual del sábado

El ritual que intentaré narrar, entiendo, tenía lugar los sábados. 

Esta "certeza temporal" no me llegó inmediatamente, digo mientras el ritual ocurría, sino muchas décadas después, cuando se metamorfoseó en recuerdo. Aunque sabemos que los "recuerdos mienten un poco".

Seguramente el detalle del día de la semana, no merecía dejar una mejor "huella mnémica", al decir freudiano, que los millones que pasaban por mi cabeza a esa edad, tales como el surco zizagueante, caprichoso de las hormigas, otros caprichos estéticos de madre natura.  Recuerdo aún el miedo que producía el silbato agudo de las locomotoras a vapor o los millones y millones de otras curiosidades iguales o mejores en capacidad para producir asombro.

Lo importante, lo realmente maravilloso, era la llegada de dos ancianos tomados del brazo, ese día puntual de la semana, las categorías laborable o no, solo llegan al individuo, supongo, de la mano de las responsabilidades.

Llegaban estos con una sonrisa amplia y franca. Eran felices, o simulaban muy bien la felicidad, o tenían motivos suficientes para creer que la felicidad ES caminar juntos del brazo.

Un espectador ajeno que observara hoy el "bullicioso recibimiento" del que eran objeto esos ancianos, dificilmente entendería que los abuelos vivían a menos de tres cuadras y que llegaban todos los sábados.  Tranquilamente podría imaginar que llevábamos meses y kilómetros sin verlos. 

Aunque pensándolo bien, para la abuela Amanda y su femur defectuoso, esos pocos cientos de metros, bien pueden compararse al esfuerzo de categoría "epopeya homérica".

Por aquel entonces, las distancias guardaban mucho de subjetividad, lo mismo que otras categorías kantianas, solo coexistían el "mucho" contrapuesto a "poco", o grande y pequeño, con fronteras bastante permeables entre ellos.  Dentro de esa lógica, mas allá de la esquina de veredas de ladrillo empieza Lo Otro; planetas, mares, calles, ciudades, idiomas, terrae incognita.

Justifica tal vez estas razones, el griterío y las respuestas de los ancianos, llenas de carcajadas, donde se confunden también, causa y consecuencia.  La condición de cotidiano no quitaba magia a su visita semanal, agregando contenido a una realidad de por sí bastante extensa en todos los sentidos.

La viejita pequeñita, se auxiliaba de un bastón para trasladarse, pero se aseguraba colgándose del brazo de él para la travesía, a modo de "plan de contingencia"

El abuelo abría la puerta del frente, que solo se cerraba con llave por las noches, aunque no todas; el pasillo oscuro se iluminaba con la luz del día y se recortaban las dos siluetas, el esfuerzo se hacía evidente en el rostro de doña Amanda, mi falta de auxilio para hacerla subir posiblemente requiera una justificación, agregar mi presencia a ese angostísimo pasillo, era agregar molestia. 

Había dos escalones en la entrada que conectaban el nivel de la calle a la casa, que -creo recordar hoy- Uno de ellos correspondía mas al uso que le dábamos con mi hermana Clarisa -asiento- que el originalmente imaginado por los constructores, -escalón-.  Escalera que dificilmente sortearía con éxito el día de hoy, cualquier norma de calidad.

La casa donde alquilábamos era un conjunto de errores, desde goteras, chifletes, puertas que empecinadas en no cerrarse y otras delicias para niños.  Una sola cosa hacía a la perfección la casa de calle Gorriti.  Cobijarnos.

Ni bien pasaban el pasillo, doblaban por el living, diseñado con otra intención a juzgar por el enorme ventanal de hierro y vidrios de colores, saludando la nube de niños, tironeadores tanto de ropas como de atención.

El Televisor blanco y negro, enorme, la condición de "apagado" le engrandecía el tamaño y la inutilidad. 

Ni bien Amanda se sentaba en la cocina, en la misma silla blanca central de siempre, observaba el panorama como juez de tenis; Armando terminaba unos pases de prestidigitación y con movimientos rápidos, cómicos y ágiles, propios de un Buster Keaton, abandonaba la escena.  Soltaba algunos eufemismos del tipo: "el trabajo" o "la oficina", que seguramente no eran estos, para referirse al bar donde jugaba a los naipes, juegos normales y de esos que con suerte sobreviven a duras penas, como el Mus o el Tute.

Corría como si tuviera treinta años teniendo setenta.

Ahí comenzaba otro ritual, soltarle palabras, frases dosificadas a la Abuela Amanada, que trabajaban en ella a modo de reflejos condicionados.  Esta tarea estaba reservada a dos de mis hermanos, Anibal y Guadalupe.  Ciertas frases oficiaban de disparadores. 

- ¿Mamá, puedo comer una PERA? -Preguntaba uno de ellos-

- El doctor Liaudat decía siempre "cuando los niños tienen hambre, una perita asada" -Respondía la abuela, la frase que correspondía al sustantivo pera, en su base de datos.

- Basta Guadalupe -Decía mamá, sin voltearse, al tiempo que pelaba las papas o estiraba la masa de los tallarines con el palo-

Entonces recién ahí se escapaban risitas de los mas chicos.

- Puedo comer una pera -Preguntaba ahora Anibal-

-El doctor Liaudat siempre ...

- Basta-

El ritual no se completaba hasta que mamá ponía los tallarines en el agua, o sacaba las papas del horno, o estimara que faltaban diez minutos para sentarse a la mesa, con ese conocimiento empírico que nos da fabricar alimentos.  Recién ahí me hacía el encargo que seguro estaría esperando hacía horas.

- Andá a buscar al abuelo a "La Nicoleña" y decile que ya está la comida.

Repasaba aleatoriamente algunas normas de seguridad, un checklist que me indica que era muy pequeño, o pelotudo, o ambas cosas, sin dejar de cocinar;

- No bajar a la calle, no correr que los ladrillos de la vereda de Conderani están desparejos, cuidar los zapatos.  No bajes de la vereda.

Y el solo hecho de abrir la puerta daba inicio a la magia, lo sombra de los fresnos, la casa de Quito, al lado de Tobler, el camión parado en la vereda con una luz de posición rota, las veredas, el corte y soplado de "panaderos" que Bradbury convierte mas tarde en Dandelions.  El obsesivo cumplimiento de rituales individuales y absurdos de esa vida secreta, contando las filas de baldosas de una vereda, para intentar recordarlas la próxima vez, contabilizar colores y formatos.  Intentar al menos, poner lo mejor de sí el reto autoimpuesto de llegar a un lugar, antes que levante vuelo una abeja, ausente de ser parte del juego.  Recordar los números de las casas, recorrer los óvalos enlozados con los números, mirar las letras de las patentes por alguna no empieza con "B" y la puerta, con esa misma elevadísima subida de veinte centímetros respecto de la vereda, de ese bar, que era fonda, que pasó por almacén y que para ese entonces era un híbrido a mitad de camino de todo eso.

En una de las muchas mesas estaba Don Armando, pero esa historia puede esperar.

En otras mesas, siempre había viajantes almorzando y en el mostrador Don Juan Jerez o Gerez, recibía unos recipientes encimados, de enlozado amarillo, que luego me explicaron que era "la Vianda".

Demoré en construir, decodificar la existencia de gente que no cocina y va a buscar la comida que cocina otra gente. 

Don Juan recibía viandas vacías, regresaba a los pocos minutos, con los recipientes humeantes, contabilizaba en un cuaderno algo y saludaba recordando lo caliente que estaba la comida.

Pasar por delante de La Nicoleña, era el aroma a la sopa de invierno.  Algo de apio y cebolla, medio repulsivo en esa época.

Don Juan me miraba y mencionaba algo de mis "patas amarillas", que forjó un temple de monje zen, si ese pobre hombre imaginara cuanto lo odié en ese tiempo de los cuatro o cinco años, no hubiera hecho esos chistes.

-Todos los cordobeses tienen las patas amarillas -Agregaba Don Juan, cuando las tareas administrativas de las viandas se lo permitían.

El abuelo Armando, para entonces, ya me había visto y rescatado de la nube de risas, culpa de unas patas amarillas que nunca terminé de entender.

Digo visto y no escuchado, porque el abuelo no escuchaba nada.  Años mas tarde, muchos, descubrimos que su sordera era bastante selectiva. Patología altamente recomendable para la salud mental.  Con poco esfuerzo, perfeccionó un tic ante un comentario cualquiera de un tercero, este consistía en mueca de molestia, llevando una mano ahuecada que torcía el pabellón de una oreja.

Llegaba a la mesa donde el juego de naipes prohibía el habla, se ejecutaba con un sistema críptico de señas, entiendo que yo clavaba la mirada en el vaso lleno de líquido oscuro, cumplía mi encargo de hacerle saber de la prontitud de la comida en casa y el cumplía ahuecando la mano en la oreja.  Hacia una ademán sobre actuado de entendimiento, como los teros y terminaba diciendo.

- Vos querés un trago de esto -Y se reía a carcajadas muy fuertes, acompañado por todos los de su mesa y otros-

Yo negaba rotundamente que tuviera intención de tomar eso, cumplido el diálogo y la promesa de no decir nada, yo le daba un trago, que no era traguito.

A cierta edad los olores y los sabores tienen seguramente mucho de primitivo, de orientarnos como cachoros por olfato.  Vamos perdiendo con los años esa hiper sensibilidad olfativa y gustativa.

En esa pureza virginal de los sentidos, el chorro de amargo obrero puro era una patada de Chuck Norris en el pecho.  Cosa que se notaba.  Al notarse, nuevamente las carcajadas explotaban con mas fuerza.

   

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