20 jul 2015

Capitulo XIII


Jacinto, para aquel entonces, había alcanzado ya esa edad en que los hombres se tornan respetables, y bien conocido el terror que produce ese respeto, en el parecer de seres del tamaño del bueno de Jacinto Ruiz, escasamente interesante se torna la vida cuando aparece distancia y los cabeceos y los ademanes en la calle. La bondad como modus vivendi, la opción del “bien sin mirar a quien”, también es una forma de vida, no comprensible a cualquier espíritu.

Difícilmente sea malvado un ser que jura maravillarse por los raros sentimientos que en él despiertan ciertas canciones de Roberto Carlos o Nino Bravo, anudadas a la amalgama de las imágenes que absorbió esa tierna infancia de pueblo, coligiendo luego de allí, que el arte, puntualmente la música -esa magia conmovedora- no necesita forzosamente ser buena per se, solo requiere para ser efectiva, de tocar el lugar correcto dentro del individuo, de ser posible, ligado a ese pueblo, a ese río, a esos árboles que despiden ese áspero aroma en la bajada al río.

Cuando los individuos caminan el orbe con el alma a flor de piel, cualquier elemento de la realidad los convoca a dar una paseo por los recuerdos, el disparador puede ser cualquier elemento de esa mágica realidad, tal vez una canción.

Un consultorio de dentista, como al que ahora volvía en el recuerdo, de la mano de la voz agangosada de “la distancia” de Roberto Carlos, retorna a otros tornos, y otros olores, y figuritas que compraba su madre a modo de soborno por portarse como un buen niño ante la extracción masiva de caninos. Jacinto es proclive a creer que la belleza se manifiesta de caprichosas e ilógicas maneras, hasta en el recuerdo del dolor. Obsérvese sino los ranking de ventas de libros, discos, películas y procédase al asombro.

Si de algo carece el arte es de criterio lógico, solo ocurre. Gracias Borges.

En aquel consultorio de su niñez, el Winco solo tenía un disco de Roberto Carlos que giraba y volvía cíclicamente sobre sus pasos, como la historia de Toynbee.

Entre los achaques concretos de la edad, aparte de la respetabilidad, aparecen, por ejemplo, la obligatoriedad de concurrir periódicamente a la odontóloga, lo que agrega siempre ansiedad y angustia, por las horas perdidas, por la música de esos consultorios, los olores y la aceptación de esa realidad que nos toca transcurrir. Porqué no, también, por el regreso a ese consultorio del a infancia.

Algo por lo que no podemos culpar a la edad, es que de una canción, de un disparador tan simple, pueda alguien escapar de la realidad del bar y las cervezas, por pasillos tan extraños, sino es suficientemente pelotudo.

Hay un dato no menor de jeringas, el futuro inmediato junto a esa mesita a la derecha del sillón subibaja, que parece haber sido adquirida en alguna casa de comercio llamada “El Palacio del Perverso” o “Insumos para el Sádico”. Recuérdenme una novela cuyo protagonista sea una dentista perversa.

Pero por sobre el dolor físico, ese que aceptamos será temporal, hay otro dolor, mas ontológico que odontológico; aquel originado en la pérdida de tiempo de la sala de espera, esa mini muerte que implica de pérdida de horas de vida, careciendo, como carece todo mortal común y corriente, de la certeza de cuantas horas nos restan en adelante, quien cuente con la certeza que le quedan diez mil horas de vida, como el tubo fluorescente, bien puede perder una de ellas en una sala de espera de consultorio dental. Un tubo fluorescente, luego es más feliz que el humano medio.

Y porque es subjetivo, por recurso del contrario, porque tamaño costo tiene una ventaja, los cinco segundos que nos regala la observación de la aurora -aquella de rosáceos dedos- esa mañana, ese color de ese nuevo sol, equivalen a muchas vidas vividas. Muchas almas desconocen que ese color de la aurora, el aroma de árboles del río, esa sonrisa y esa canción de Roberto Carlos, son una y la misma cosa, la máquina les ha segmentado la razón en categorías ontológicas, realzando las diferencias y ocultando las similitudes. De Aristóteles de Estagira para acá, es casi todo lo mismo. Una lástima.

Se sugiere a modo de placebo de esta otra realidad, el paciente recuerdo de aquella aurora, para quienes la tuvieron, para la producción de serotonina durante breves segundos donde la vida se multiplica gracias a Vinicius de Moraes.

Ese respeto del que gozaba Jacinto, se gana a lo largo del tiempo a fuerza de ser buena gente, de puntuales palabras al prójimo, consejos, escuchas, un marcado empeño en cultivar la amistad, cultivar de cultura, de culto, del culto del prójimo, puesto que el otro es dios. Del amor al prójimo. De buenalechez.

De su nutrido grupo de amigos, aquellos en comunidad de ideales, solo él conserva esa especial facultad congénita, carente en el resto, la bondad infantil.

Quien observe a Jacinto leyendo, sabe que ese ogro externo solo es un personaje que adoptó para moverse en la realidad visible, posiblemente un camuflaje que no ha solicitado, que le llegara con el físico.

Ha dejado eternamente sus deseos para el último, primero sus hijos, luego su mujer, luego sus amigos, sus padres, hermanos, al final se guardaba un pequeño hueco de si mismo para él y sus cuitas. Al final del día, apartándose a rincones topológicos como el baño, la cocina o el patio, acompañándose de pares como Tolkien, Lem o Dick.

Observa una malsana costumbre con el objeto de paliar esas mini muertes, que es el tiempo perdido o a perder en actividades como esperar que hiervan los huevos, aguardar que salgan los niños de la escuela, colas en el transporte público o el transporte público en si.

Carga consigo libros de ciencia ficción, en la mano, en bolsillos o maletines, meras evasiones de la realidad, ya que no conoció otras, a las que son proclives sus compañeros iguales a dioses, como amores prohibidos, como tóxicos, como apuestas, como viajes.

Sostiene, Jacinto, producto de su bondad extrema, ser causa suficiente para la visita de otra realidad, una buena lectura. Dar con ella es lo difícil, tanto o mas que encontrar un buen vino, o un buen alucinógeno, o un buen amor o un buen viaje.

Todas nos acercan a la divinidad, sea cual fuera esta.

Esta sana costumbre de acarrear libros, tiene su origen en una arcaica actitud, que es la de ser un optimista crónico, por muy complicada que se encuentre la situación que le presentan los amigos, el siempre tiene un aspecto benévolo para analizarla, utilizando como latiguillo las palabras del poeta "no lamentes que se oculte el sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas" y símiles de igual calibre, que lo colocan intelectualmente en otro siglo, bastante anterior.

Las historias de sus libros suelen colocarlo lisa y llanamente en otro planeta. Muy a menudo en siglos posteriores.

Difícilmente esté entre nosotros, mas allá de la porción somática de su persona, para nada pequeña, y que la opinión general da por inseparable de lo otro, móvil en el buen Jacinto Ruiz, ya por anticipación, o por retraso, habitando otro lugar no menos interesante del cosmos.

Siendo tan poco habitables tanto estas latitudes, como estos tiempos, elige otros, existentes, ya existidos o por existir.

Oculta otras magias, como mirar al resto de las madres en esas esperas escolares, por lo que encontró como medio más apto para evitar esas miradas, la útil y entretenida actividad de la lectura.

Oculta su timidez detrás de libros, confía en sus pocos o nulos atractivos físicos, pero elige no correr riesgos innecesarios y se borronea delicadamente detrás de los libros ocasionales, no escasas veces, colocados estos al revés, en virtud de su condición de pelotudo.

Así transcurre sus días, de felicidad alucinada, invisible a los ojos indoctos.

Extrajo del bolsillo del maletín, un ejemplar de cuentos y salva con su auxilio, el tiempo de espera en el consultorio de la dentista.

Uno de los cuentos está señalado con un boleto de colectivo.

La fecha corresponde a un viaje realizado cuatro años atrás y un viento patagónico le recorre la médula ósea, breve, que le corta el aliento, pero que indica algo que es mejor no analizar y decide pasarlo por alto, por el vivo del recuerdo de los personajes y situaciones, como si las hubiera leído la semana anterior. Recuerda perfectamente nombres, situaciones en que parece imposible ese lapso de tiempo.

El tiempo transcurre inexorable, lo notamos en los barrios o los hijos de los amigos cuando no los frecuentamos, aturdiéndonos con construcciones, físicas o intelectuales, con su tamaño o el tamaño sus argumentos.

El pequeño libro de cuentos hizo que su realidad comenzara la tarea de metamorfosis hacia otra, de a poco, como bien sabe su yo hacer para evadir y tranquilizar.

Pronto se vio ganado por cierta magia volitiva, anudada al relato que leía, al paso lento de los renglones, otro aire, de bosque encantando parecía envolverlo y no el sintético del consultorio, la suave y áspera humedad de hojas podridas, el lento y paciente proceso de madre natura descomponiendo la materia lo ganó por sobre el aroma aséptico. Los sonidos ya no eran los mismos y una multitud de aves sonaban a su alrededor poblándolo misteriosamente. El pausado diálogo de las ranas de la laguna, el llamado de los grillos, el desplegarse de las alas de los insectos que puede sean hadas.

La magia ocurre solo aquellos que se predisponen. Lo sabe y se arriesga.

Cierto pasaje lo devolvió a una edad muy temprana, la mención de un duende y la enumeración de sus características físicas, le devolvieron imágenes lejanas, en el tiempo, en la distancia, en la alegría.

A menudo ocurre con solo leer el sustantivo hada, que es menuda; ese solo hecho lo llevó a formársele perfectamente, una imagen puntual, de -en apariencia- un ser humano, del cual abrigaba vagas y fundadas sospechas fuera una pequeña hada.

Sospechas estas que nunca se atrevió a disipar, ya que Jacinto, de mas está aclararlo, desconoce totalmente los procedimientos destinados a descubrir hadas.

Imposible saber si se las reconoce rociándola con agua bendecida, si diciendo algún conjuro en voz alta en su presencia, tal vez dictándole un mandato en alguna lengua muerta, mas duda de sus magros conocimientos de latín. Noli me tan gere, piensa inmediatamente, sonriéndose y devolviéndose la sonrisa. Una pelotudez.

Los senderos del bosque eran oscuros pero no tenebrosos, lo contrario del consultorio que lo es a pesar la claridad excesiva de sus luces.

No imaginaba otros medios de desenmascararla que el enfrentamiento liso y llano, tampoco contaba con lecturas que ayudaran en estos precisos menesteres, a pesar de haber fatigado toda la literatura relativa a estos seres. A medida que avanzaban los renglones, más se escapaba del relato escrito y más ingresaba en el propio, en ese otro mundo. Escapes, de escapes, de escapes, recursivamente.

Sospechaba de la pequeña en cuestión, basándose los puntuales disfraces con que la había observado en las muy escasas ocasiones que la viera, cuanto mas recapacitaba sobre el particular, mas dudas nuevas le ganaban la razón, como si de dudas anduviera necesitado.

Recordó que esta, pintó alguna vez su cabello, muy oscuro y le llamó mucho la atención. Otras veces, lo que le convocaba la atención era el tamaño de sus ropas, o los formatos, estaban claramente destinados ex profeso a ocultarla, pretensión de camuflarse de persona, no existiría otra explicación, cuanto más se adentraba en el análisis, más datos encontraba en los disfraces, mas se convencía de la condición de minúsculo ser sobrenatural.

Duda Jacinto estar siendo presa de secado de cerebro, como su par, varios siglos atrás, con los libros de caballería.

Llamó especialmente su atención, la ausencia total de voz, la falta de palabras, salvo los esporádicos y minúsculos “holas” y “nos vemos” o “todo bien”, aspirados, en una vocecita inclasificable, y lo adjudicó también a estratagemas de ocultamiento.

Recién ahí notó que ella hacía como esos futbolistas profesionales, que van a menos en un partido amistoso, para no avergonzar al resto. Presumía intenciones en ella enfocadas a ocultar la belleza.

El bondadoso Jacinto Ruiz, escuchaba nombres que no correspondían al de él en el consultorio, lo que le permitía continuar muy a gusto, la lectura y el recuerdo o sueño.

Nunca había imaginado que podría tener quince años nuevamente, como en este momento, esa alegría irresponsable lo asaltó de repente.

Imaginó que tal vez, sus propios ojos observaban un holograma de otra realidad, como sugiere Don Juan Maltus, porque vino a su mente inmediatamente, la vez que se materializara frente a él con una vincha muy amplia, como diciendo “mirá como me pongo esto” llevando sus cabellos hacia arriba, dejando totalmente expuestas las líneas del rostro y allí esa sonrisa que ya sobra, obligándolo a correr la vista para no verla de frente y salvarse de la locura que llega al a la medusa cara a cara.

¿Porqué se esfuerza en esconder el cabello, o cortarlo mal, no se da cuenta que le lo único que logra es agregar opciones a la hermosura?

Relacionó aquel rostro de inmediato, víctima de un fogonazo de luz en el recuerdo: Atenea o Minerva, en algún libro de arte clásico había visto ya ese rostro, que no era humano, demasiadas similitudes encontraba con alguna deidad olímpica, pero no recordaba claramente cual era, los clásicos nunca fueron de su total agrado, como tampoco la teoría de los arquetipos de Jung, aunque demasiadas evidencias acumulaba ahora como para no tenerlas en cuenta.

Bustos en mármol de museos del Vaticano. Seguro. Estaba Calígula, Julio Cesar, Minerva. Una figurita en la enciclopedia de su niñez, pelo revuelto. Atenea.

Otro nombre sonó en la sala de espera, tampoco era Ruiz, pero ya lo había abandonado la ansiedad, dando lugar a otra sensación mucho más placentera, la imagen de la pequeña era extremadamente clara. La alegría de tenerla ahora consigo, también.

Si se trataba de Atenea, seguramente tenía armas e inmediatamente prefiguró la adolescente de un juego de computadoras, heroína que lleva dos pistolas, pero reprimió cierto deseo dada su condición de respetable. Los hombres respetables, no piensan esas cosas sobre dibujos y menos sobre adolescentes irrespetuosas.

Ya la alegría lo había ganado por completo, quien puede saber del violado de la prohibición si no es escribiéndolo como ahora.

Recordó palabras de Odiseo sobre los diferentes porqués de las relaciones humanas. La gente se acerca a Odiseo a escuchar relatos y divertirse, a Rómulo para una lectura diferente de la realidad, mas coherente, para leer las entrelineas, la gente se acerca a Jacinto para sentirse bien, un abrazo del gordo equivalen a cinco dosis de ansiolítico, quien hable con Jacinto durante cinco minutos, abandona los pesares. No por nada sus amigos lo llamaban, con exceso de cariño, El oreja. No es poco frecuente encontrarlo en los bares, al lado de gente que ríe, luego llora, y vuelve a reír, alternativamente, sin que él pueda agregar o quitar nada, solo con estar es suficiente, sin necesidad de palabras de su parte, la sola presencia amonesta tristezas.

Descubrió, hace años ya, sin proponérselo quizás, que la felicidad es una cuestión puramente volitiva. Quien quiere ser feliz lo logra, aun sin el auxilio de tóxicos, sin ansiedad de posesión de algo imposible de poseer, imaginando o anhelando acariciar ese rostro, e inmediatamente recordó, o imaginó, o ambas cosas superpuestas, acariciar un colibrí, algo tan frágil y mágico y pequeño y hermoso.

Decidido ya a experimentar los límites de la felicidad, abandono toda represión e imaginó más, mucho mas, mientras los nombres pasaban y no escuchaba el suyo de boca de la secretaria del consultorio.

¿En que extraño lugar estará almacenada esa memoria? Temió olvidar, por una fracción de segundo y descubrió que sería imposible olvidarla, tan imposible como acariciarla, contando ahora con la absoluta certeza de su condición sobrehumana. Hay imposibles hermosos, sostener el colibrí entre las manos, robarle un beso a Atenea, el boquete al banco. Prefigurarlos ya es suficiente alegría al individuo.

La suma de todos los encuentros con el hada, no sobrepasa los cinco minutos en total, su cometido en la tierra pareciera ahora, solo llegar revoloteando, sonreír, burlarse de él y continuar su camino un par de años. Verte reír. Ya teme algún tipo de maldad el bueno de Jacinto Ruiz, incapaz de incapacidad absoluta.

¿Era una mala pasada de los dioses, que se divierten trayendo desventuras a los hombres, solo para que tengan motivos para cantarlas?

No, seguramente, porque esta no era una desventura, era una alegría imposible de llevar a palabras escritas.

¿El pesar puede ser, el no tenerla?

No, ya que era pago suficiente para el, recordarla así, ahora.

¿Alegría de que? ¿Puede su pelotudez llevarlo a alegrarse de recordar a alguien con quien no se mantuvo una sola conversación?

La música que llegó desde los parlantes, parecía indicar que se trataba, ahora si claramente, de una mala pasada de los dioses. Por lo general, nunca es ni escasamente escuchable la música en estos consultorios públicos, con los tornos de fondo, pero ahora sonaba algo que sugería felicidad. Allá, en su lejana infancia sonaba Roberto Carlos, en la Distancia. De esa música en el televisor del bar, venía Jacinto sin saberlo, ahora, el consultorio le entregaba otra música.

"Cual es tu pena, caminás como la reina en la colmena"

"basta de penas..."

Como incitándolo a recordarla caminar, y abandonar las penas, teniendo que sacar conjeturas sobre su andar, que no es caminar para nada, su andar se le figuraba el vuelo del colibrí.

Imaginó verificar las pisadas en la tierra, para certificar que no dejan rastro, sería una prueba irrefutable de su condición extra terrena. Buscar las huellas de sus pasos y corroborar que no están.

Y descubrió lo peor.

Si sus ojos captaron ese contorno, esa falla en la verticalidad en sus desplazamientos, los disfraces con los que pretendía -y lograba con los humanos comunes- pasar desapercibida, era que sus ojos habían sufrido algún desperfecto, por lo que pensó inmediatamente en solicitar un turno al oftalmólogo, pero... NO, al contrario, no quería curarse de esta patología.

Si sus ojos vieron eso y le regalaban esta porción de la alegría que motiva al mundo a girar ¿Como puede pretender cambiarlos?

"Basta de penas" repetía el parlante a su espalda y Jacinto, hombre de bondad extrema hizo caso al pié de la letra.

No había notado hasta entonces, que al observarla, ella había originado la alegría de la que iba a gozar el resto de su vida, porque en mas de una oportunidad, notó que la sonrisa de ese colibrí humano, expresaba algo y nunca se preguntó que significaba, o reprimió eso, por su condición de respetabilidad, pero ahora tenía clara conciencia de que se trataba.

El colibrí común, había sido puesto sobre la tierra con un propósito muy claro, embellecerla, hacer del planeta un lugar mas digno de ser pisado. Quien nunca observó un colibrí detenidamente, pacientemente, con total ausencia de deseos de poseerlo, no accede a su belleza.

Jacinto, hombre de bondad extrema, había experimentado magias, el cruce de miradas con los colibríes, allá lejos, en la edad que eso se puede, cuando aún no hay ansiedades, ni tarjetas de crédito, ni cambios de titularidad de vehículos.

"Yo estaba enojado y triste, el día que te conocí, triste porque estaba solo y enojado porque si"

¿Que le decía esa sonrisa solo a Jacinto?

Ella se supo descubierta por alguien, a pesar de sus inteligentes disfraces, sus camuflajes de poco sirven ante ojos con buen sentido para la ciencia ficción o la fantasía, y la sonrisa de ella era precisamente la respuesta a eso.

-Descubriste quien soy -dice esa sonrisa y no otra cosa- debe ser suficiente con eso, no es poco regalarte la felicidad de verme, si me tocas, es como si tocaras a ese colibrí de los seis años, desaparece la magia-

"Basta ya de penas por acá"

-Ruiz -dijo la secretaria- consultorio cinco

De repente, explotó la burbuja, y Jacinto, hombre de bondad extrema, no podía dejar de sonreír, aún cuando la dentista insistiera en que abriera la boca bien grande, que no la estire, que así no podía revisarlo, que colabore, que por favor, que hombre grande, che…

"Ya tu risa tiene música y tu voz tiene color"

Lo tuve que dejar escrito, ya que hay quienes aseguran que esto ocurre. Lo que antecede y lo que sigue. Que otra cosa hacemos sino rescatar del olvido en forma escrita, a gente que vale la pena rescatar, que otros no van a hacerlo por carecer de nuestro criterio sobre el porque caer en la categoría “rescatable del olvido”.

Sisoco García, de quien estamos autorizados a decir, hombre sin mácula, nos lleva investigar el porque de su forzoso traslado a la tristemente célebre oficina pública, ayudado posiblemente por su condición de delegado gremial, por su condición de hombre de bien, podemos tildarlo de agitador político, pero ninguna lo pintaría en su persona como la realidad.

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